Firma de la concordia entre los infanzones de Undués y la villa de La Real

La mañana del 6 de Junio de 1315 amaneció despejada. No había ni un jirón de nube en el cielo de Undués, que poco a poco, con la inminente salida del sol, se iba tiñendo de un azul intenso. Nadie hubiera dicho que durante la tarde y parte de la noche anterior habían descargado fuertes tormentas en la región. Cuando el sol despuntaba por los montes de la partida de la Sierra apenas hacía 10 grados. Sin embargo, la fuerza que traía el astro rey esa mañana hacía intuir que pronto subiría la temperatura en ese despejado día de finales de la Primavera. Martín se había despertado con el alba. Le había sobresaltado el canto desgarrador que emitió un distante gallo y que anunciaba el fin de la noche, el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Se despertó agitado, intranquilo, como si su mente no hubiera tenido tiempo para descansar. Recordó que había soñado, quizás fuera eso el motivo de su cansancio.

Martín era padre, esposo y pronto abuelo de una familia que estaba formada por su esposa, María, y 3 hijos (Joan, Josepha y Joseph) entre los 15 y los 20 años de edad. A María la había conocido cuando aún eran muy niños y siempre recordaba haber estado junto a ella. Sus padres aprobaron la relación y se casaron jóvenes, con apenas 18 años. Pronto tuvieron los dos primeros hijos Joan y Josepha. Sin embargo, el pequeño de los vástagos, Joseph, se hizo esperar unos pocos años más. Joan se había casado hace ahora un año y estaba a punto de ser padre. Así que en la casa familiar ya sólo vivían sus dos hijos menores y el matrimonio, tanto los padres de Martín como los de María habían fallecido algunos años atrás. Además del núcleo familiar, en la casa había un número de sirvientes que ayudaban en las labores diarias de la familia. Martín había heredado la casa donde vivían y las tierras que les alimentaban de su padre. Pertenecían a la familia de los Ximenez de Proguy quienes residían en Undués desde hacia al menos tres generaciones y eran unos de los grandes propietarios de tierras del municipio. Todo el mundo los conocía como los de casa Ximenez. Eran gente libre que vivían del dinero que les proporcionaba el vasallaje de sus tierras. No vivían con lujos, pero tampoco pasaban hambre. Como casi todos los vecinos de Undués.

La casa de los Ximenez estaba situada cerca de la plaza del lugar, la parte trasera de la misma reposaba sobre los cimientos de la torre de la iglesia. Era una casa amplia de dos pisos, con una cuadra y un pequeño corral aledaño donde tenían los animales domésticos. La parte inferior se completaba con una alargada estancia, oscura y lúgubre que hacía las veces de granero y donde dormían los sirvientes de la casa. La vivienda tenía una puerta de dos hojas, hecha de madera de roble, con unas jambas formadas por piedras talladas y un viejo y agrietado madero como dintel. Las paredes eran gruesas y estaban hechas de piedra de mampostería, como casi todas las casas del lugar. En su fachada se abrían tres ventanas en el piso superior por las que apenas podía un cuerpo asomarse a ver quién pasaba por la calle. Esos tres ventanucos proporcionaban la escasa luz que entraba en tres grandes estancias que había en la planta superior. Una de ellas hacía las veces de cocina y los otras dos de dormitorios y otras funciones. En esta casa habían vivido todos los Ximenez de Proguy que recordaba y no se sabía ni quién ni cuándo la habían construido. La casa y la familia estaban íntimamente unidos. Era la casa de sus antepasados, allí nació y allí era donde él y su familia querían seguir viviendo hasta que uno de sus hijos tomaran las riendas del hogar.

Martín tenía unos 40 años, era de pequeña estatura, apenas medía 1.65 m, pero de complexión fuerte. Su cabello era castaño, algo rizado y siempre lo llevaba largo. Lucía también una abundante barba que le protegía la cara del frío durante los meses de invierno. Como su madre, tenía los ojos azules y grandes, y como todos los Ximenez de Prognuy tenía la nariz afilada y ligeramente aguileña. Aunque pasaba la mayor parte del día en el campo, su rostro no tenía muchas arrugas, pero sí lucía un color moreno como consecuencia de las horas de sol al que estaba sometido. Desde hacía cinco años, los vecinos de Undués le habían nombrado Justicia del lugar. Él había sido quien había llevado las negociaciones con los Justicias y Jurados de La Real, las cuales terminaban hoy en la firma de una deseada concordia.

Apenas había un poco de luz en el interior de la casa cuando bajó a la planta inferior donde le esperaban dos de los criados que tenía a su servicio. En el amplio patio de su hogar estaban dos jóvenes de apenas 15 años que trabajaban allí desde niños. Eran el hijo y sobrino de Manuela quien ayudaba a la mujer de Martín en las labores de la casa. Ambos tenían el pelo alborotado, recién despertados aún se podía ver alguna legaña en sus ojos oscuros. Llevaban unas camisas de lino, algo sucias, y unas calzas que les cubrían hasta las pantorrillas. Los pies los llevaban cubiertos por unos simples zapatos hechos de piel de vaca. Habían llegado hacía poco y aún no se habían quitado las pequeñas capas de lana que les cubrían el cuerpo. Todas las mañanas, los jóvenes esperaban en el patio a que su jefe descendiera de la planta superior para recibir las instrucciones sobre las tareas que tenían que realizar. Esa mañana Martín parecía que tenía prisa y bajó descalzo, sin haberse quitado siquiera la amplia camisa de lino que usaba como camisón para dormir.

Martín le ordenó a uno de ellos que aparejara su caballo ya que hoy tenía que salir a la vecina villa de La Real para tratar un asunto de importancia para el pueblo. El muchacho, sin mediar palabra, se quitó la capa, la colgó en un palo que había a modo de perchero detrás de la puerta de entrada y atravesó el patio para entrar en la cuadra; una lúgubre estancia rectangular donde había un gran pesebre de madera de chopo asentado sobre un murete de piedra que cubría toda la pared de la izquierda. Una pequeña tronera situada en la pared opuesta a la puerta servía de ventilación y dejaba pasar la luz suficiente para poder moverse en la estancia. El joven criado sintió el calor animal al abrir el portón de madera de la cuadra, a la vez que percibió un fuerte olor a excremento de caballo. Allí descansaban  varias caballerías, el caballo del amo, dos yeguas y un par de machos los cuales eran usados para las tareas del campo. Cuando entró el muchacho se oyó un resoplido de una de las yeguas y un fuerte pisotón de uno de los machos. Los animales sabían que había llegado el nuevo día y pronto saldrían de la cuadra para realizar diversas tareas.

Al otro criado le ordenó, como todas las mañanas, que diera de comer a los animales que había en el corral adyacente a la casa. Como Martín estaría fuera al menos durante toda la mañana, les aumentó las tareas, les ordenó que limpiaran la pocilga de los cutos, y el pequeño gallinero que tenía la casa. Terminado ésto tenían que sacar el estiercol la cuadra de las caballerías, poner paja nueva en el suelo y llevarlas al barranco del lugar para que se refrescaran y bebieran agua. Estaba próxima la época de la siega y estos animales tenían que estar en perfecto estado para ese momento tan importante en el calendario agrícola. Además, uno de ellos tendría que acompañar al pastor de la casa en las tareas de pastoreo del nutrido rebaño de ovejas y cabras que tenían en la corraliza de Padúl. Los rebaños de las diferentes casas del pueblo aún no habían subido a la partida de la Sierra y estaban aprovechando los pastos de primavera en la parte baja del término de Undués.

Después de dar las órdenes y ver que los dos mozos se ponían a trabajar, Martín subió de nuevo a la planta de arriba para ponerse su indumentaria habitual: una camisa blanca, ancha, hecha de lino, unas calzas que le cubrían las piernas y unas botas viejas de piel que le llegaban hasta las pantorrillas. Una vez vestido Martín miró a su mujer que aún seguía acostada en el pequeño catre donde dormían y salió de su casa. Antes de salir a la calle se puso por encima una capa de lana gris que tenía colgada detrás de la puerta de entrada a la casa para protegerse del fresco que hacía esa mañana. Subió por la empinada calle en dirección a la plaza mayor del lugar. Las casas ya tenían las puertas abiertas. Sin embargo, aún estaban en silencio. El único ruido que se oía por las calles del pueblo procedía de los gorgoteos de las golondrinas y los agudos chillidos de los faicines que anunciaban alegres la llegada del nuevo día. Llegó a la plaza mayor, la cual era un espacio rectangular formado por la iglesia y varias casas donde residían las familias más antiguas del lugar. La iglesia era un pequeño edificio de estilo románico, de una sola nave, que estaba pegado a una gran torre que hacía las veces de campanario. Este conjunto torre iglesia estaba situado en el centro del pueblo y rodeado por un anillo de casas que formaban la muralla defensiva del lugar. Era la parte central del pueblo y a él se accedía por unas pocas calles estrechas por las que apenas podían pasar dos caballos a la par. Todo el conjunto arquitectónico estaba situado en lo alto de un pequeño montículo para hacer aún más difícil su ataque. Esto era el lugar de Undués Cabo Lerda donde apenas vivían unas decenas de familias que se resistían a abandonar el lugar a pesar de las presiones que desde hace unos años estaban recibiendo por parte del Rey de Aragón.

Junto a la puerta de la iglesia, Martín se encontró con el párroco que venía de su casa y se disponía a abrirla para que el sacristán subiera a la torre y tocar las campanas que anunciaran el nuevo día. La vida de los habitantes del lugar se regía por el tañido de estas campanas. Se hacían tres toques al día: uno al amanecer, otro al medio día y otro al ponerse el sol. Las dos viejas campanas de la torre, además de marcar el tiempo, daban todo tipo de noticias al son de repiques y toques unas veces alegres y otras tristes. Servían también para congregar a los vecinos, no sólo para los actos litúrgicos diarios, sino también en caso de alguna necesidad extrema. Todo el mundo las oía y todo el mundo sabía entender su lenguaje.

El clérigo era alto y espigado, iba vestido con una larga túnica y unas sandalias en los pies. Sus atuendos sólo dejaban al descubierto su cara y sus manos grandes y huesudas. En ellas portaba un aro metálico que pasaba por el ojo de varias llaves de hierro de grandes dimensiones. La más grande de todas correspondía a la puerta de la iglesia, la cual se disponía a abrir. Su nombre era Pedro y era natural del pueblo e hijo de una de las familias más importantes del lugar. Había llegado a ser párroco perpetuo de la iglesia hacia pocos años, tras la muerte del anterior titular y tras la aprobación del Abad del monasterio de San Salvador del Leyre, al cual estaba adscrita la iglesia de Undués. Martín se acercó al párroco, se arrodilló y el cura le dió la bendición, además de desarle suerte en la misión que tenía hoy por delante.

-es un día muy importante para Undués, pero con la ayuda de Dios todo se consigue- le dijo el párroco casi susurrando.

-no sólo para Undués sino también para su iglesia – respondió Martín.

Tras este corto diálogo y tras despedirse del cura y del sacristán, Martín atravesó la plaza en silencio, con la cabeza agachada, tomó la calle que iba a parar donde se reunía el concejo del municipio. En la poca distancia que separaba la iglesia del edificio del concejo le dió tiempo para pensar en el significado de las palabras que le había dicho al párroco. En efecto, hoy no sólo era un día importante para el pueblo sino también para su iglesia. Se conocían muy bien, tenían más o menos la misma edad, incluso habían jugado juntos desde niños en el pueblo. Por eso Martín sabía muy bien que quiso decir Pedro con esa frase. No le gustaban las apariencias fingidas. No le gustaba que se dijera una cosa cuando se estaba pensando en otra. Sabía perfectamente todo lo que el cura del lugar había luchado para que llegara este día. El acuerdo que hoy se firmaba tenía serias implicaciones sobre el patronato y la independencia de la iglesia del lugar. Por ello el mosen Pedro era uno de los más interesados en que se firmara dicha concordia en los términos que se había negociado.

Sin darse cuenta se encontró delante de la puerta del edificio del concejo de Undués. Este edificio fue en siglos anteriores la residencia de los tenentes que Undués había tenido desde principios del siglo XI cuando el aún recordado rey Ramiro I adscribió el pueblo al Reino de Aragón y creó dicha tenencia. Era una casa con gruesos muros de piedra de mamposteria, de tres plantas y situada detrás de la iglesia del lugar. La puerta presentaba un arco de mediopunto hecho con grandes dovelas de piedra de la región. En el amplio y oscuro zaguán de la casa le esperaba Sancho, quien estaba hablando con un grupo de unos diez vecinos que habían acudido a despedirlos. Todos ellos pertenecían a familias que eran consideradas por el rey como infanzones. En siglos pasados los monarcas Aragoneses les habían concedido esta distinción a los habitantes de Undués. Era una forma que tenían los monarcas de premiar a personas que por algún suceso les habían ayudado o que residían en estas agrestes zonas del reino y fijaban población. La marca de la Reconquista estaba ahora muy lejos de la región, pero durante varios siglos estas tierras habían estado muy próximas a la llamada marca Hispánica y era fundamental la creación de asentamientos en esta zona fronteriza. Estos infanzones eran los representantes de las casas más importantes de este lugar de Undués de Lerda. Ninguno de ellos pertenecía a la alta nobleza Aragonesa, pero todos ellos eran propietarios de tierras en el municipio. Algunos, como el caso de los Ximenez de Proguy, tenían las suficientes propiedades como para vivir del dinero que les pagaban los vasallos que las cultivaban. Otros no tenían tantas heredades y tenían que cultivarlas ellos mismos con la ayuda de sirvientes.

Subieron todos por la escalera de piedra a la planta superior del edificio donde había un salón rectangular, con sillas con los respaldos pegados a las paredes y una mesa con dos asientos presidiendo la sala. En la pared que estaba detrás de la mesa presidencial se podía ver un tapiz con el escudo de armas de Undués. Un simple estandarte que consistía en un solo cuartel con cuatro barras gules y un letrero en la base en el cual se podía leer «Undués Cabo Lerda». En esta austera sala se celebraban   las reuniones del concejo del lugar. Eran unas asambleas semanales, al terminar la misa de los domingos, las cuales se anunciaban con un toque determinado de las campanas de la iglesia. A ellas solo podían acudir el párroco y los vecinos que eran Infanzones. Allí se tomaban decisiones sobre la explotación de los pastos y bosques del lugar. Se leían los edictos enviados por el Rey y la Real magistratura, y se dictaban normas que regulaban la vida comunal. Además era la sala donde se impartía justicia. La fundación de la Real en 1302, hace ahora trece años, y la posterior reglamentación del rey Jaime II en 1306 buscaban la desaparición legal de este concejo. Sería el concejo de La Real quien regularía la vida del pueblo. Martín y Sancho eran los últimos justicias y jurados del pueblo de Undués por mucho tiempo. No lo sabían, pero esta situación jurídica se iba a mantener por casi dos siglos. A partir de hoy las decisiones legales que tuvieran que ver con Undués serían tomadas a unas 2 leguas de distancia, en el concejo de La Real. Podrían participar en ellas, pero en conjunto con los justicias y jurados de La Real. Undués perdía así su independencia jurídica.

Tomaron asiento en las sillas que había en la sala. Martín y Sancho lo hicieron en las que había junto a la mesa presidencial. Encima de dicha mesa se encontraban dos documentos sobre los que tenían que discutir en esta improvisada reunión del Concejo. Revisaron primero el documento que el día 5 de Junio redactó el notario Sancho Garceis del cercano pueblo de Urriés. Martín se había desplazado en persona hasta Urriés para la confección de dicho escrito, el cual les otorgaba a Martín Ximenez de Proguy y a Sancho Martín los poderes que les habían concedido los demás vecinos de Undués para que les representaran en el acto que se iba a celebrar hoy en la villa de La Real. Tras comprobar que el documento estaba en regla, lo enrrollaron y lo guardaron en un pequeño zurrón hecho con piel de cabra que servía para transportar papeles importantes. Habían pasado unos nueve años de intensas negociaciones con los representantes de La Real que por fin hoy se iban a plasmar en la firma de un documento de concordia entre los infanzones de Undués y los vecinos de La Real. Habían sido años de acuerdos y desacuerdos con el concejo de La Real, incluso se habían enviado requerimientos a la Real Magistratura. Años de incertidumbre y de no saber si en algún momento iban a ser obligados a abandonar sus casas para ir a vivir a La Real. Todo eso terminaba hoy.

Repasaron una vez más los puntos que iba a contener el acuerdo. El principal punto era poder seguir residiendo en Undués, como contrapartida tendrían que pagar algún vasallaje. Pero no les importaba, estaban dispuestos a sacrificarse por seguir viviendo en el lugar que les vió nacer y donde tenían sus tierras y sus ganados. En el fondo les daba miedo el cambio, eran campesinos apegados a su terruño y que no sabían hacer otra cosa que la que hacían y en el lugar donde lo hacían. Apenas habían salido del valle donde estaba Undués y no tenían inquietud alguna por hacerlo. Se llevaron también un documento donde constaban los nombres de los infanzones que residían en el pueblo y que querían seguir viviendo allí.  Una lista que contenía cincuenta y dos nombres de personas que, a pesar de todos los beneficios que les otorgaba el Rey Jaime si dejaban el pueblo, no querían abandonar sus casas, sus tierras, ni el lugar donde nacieron. Este documento también lo enrrollaron y lo metieron en el zurrón.

-Martín, no te fíes de Juan – resonó una voz aterciopelada que procedía de Miguel, su tío, refiriéndose a uno de los Justicias de la Real y que llevaba la voz cantante.

-Es astuto y nos intentará engañar. Para ellos es mejor que todos nos traslademos a La Real y que estas tierras las puedan cultivar y pastorear sin nosotros aquí. No te engañes, ellos si pueden no firmarán este acuerdo. Llevan años intentándolo, con el beneplácito del Rey y del Abad de Leyre – prosiguió diciendo Miguel

-No te preocupes tío -replicó Martín- lo tengo muy presente. Aún resuenan en mi cabeza las palabras de Sancho cuando nos leyó en esta misma sala el edicto del Rey Jaime que nos obligaba a dejar nuestras casas e ir a la Real. No te preocupes, eso no ocurrirá -replicó con determinación Martín.

Todos los presentes se levantaron de sus asientos y desearon suerte a Martín y a Sancho, les dieron un apretón de manos y salieron del edificio del concejo. Martín y Sancho se dirigieron hacia sus casas a buscar sus caballos, quedaron en reunirse a la salida del pueblo, al inicio del camino que llevaba a la cercana localidad de Sangüesa.

Al llegar a casa el caballo estaba preparado en el patio. Martín entró en la vivienda y se dirigió a la cocina que estaba situada en la planta superior. Su mujer estaba allí con sus dos hijos. La estancia era amplia y tenía grandes losas de piedra en el suelo. Un hogar, con una gran chimenea, presidía la estancia. La zona de este hogar estaba limitada del resto del suelo por un pequeño escalón de piedra. En su parte superior había una gran losa sobre la que se encendía la lumbre. La poca luz que había en la estancia entraba por una ventana cuadrada situada en la fachada del edificio. El fuego del hogar crepitaba, los hijos estaban sentados en las dos cadieras que había junto al hogar. Estos grandes bancos de madera eran el lugar donde se reunía la familia por la noche a la luz del fuego y donde se contaban los proyectos, los miedos y las ambiciones más íntimas del clan familiar. Sobre la lumbre se podía ver unas viejas estruedes y un puchero en el que se estaba cocinando un guiso de garbanzos con carne para la comida del día. Martín tomó apresuradamente un vaso de leche de cabra con una pequeña hogaza de pan del día anterior y se despidió de su mujer quien se encontraba en la mesa que había en la cocina, junto con Manuela, amasando el pan que iban a cocer en el horno. Martín le dijo que no sabía cuando regresaría y que no le esperara para comer. Bajó de nuevo al patio y tomó las riendas del caballo. Los cascos del animal resonaron al chocar con los cantos rodados que había dispuestos según formas geométricas en el suelo de la entrada. Salió a la calle con el caballo por las riendas, se subió al caminal que había a la derecha de la puerta de entrada, cuadró al animal y montó en él.

Martín se dirigió hacia la parte baja del pueblo. En su camino se encontró con dos de sus vecinas que estaban hablando en voz baja junto a la puerta de una de ellas. La conversación se interrumpió cuando oyeron el ruido que hacían los cascos del caballo de Martín al pisar las piedras sueltas que había en la calle. Cuando pasó junto a ellas entablaron una breve conversación

-¿Y vuestros maridos?, no los he visto hoy en la casa del concejo -preguntó Martín.

-El mío está en el huerto, cogiendo unas verduras para la comida -respondió una de ellas

-El mio -contestó la otra- ha ido a la paridera de Guergué. Están preparándose para el esquilo de las ovejas.

-Espero que esta tarde les pueda ver cuando regrese de La Real. Decidles que nos reuniremos en la casa del concejo por la tarde -les dijo Martín a la vez que arreaba a su caballo para continuar el camino.

Llegó al punto donde había quedado con su acompañante. Al inicio del camino hacia Sangüesa, le estaba esperando Sancho. Los dos, sin mediar palabra, abandonaron el pueblo por la zona que denominaban La Torraza. El sol ya estaba alto en el horizonte, eran aproximadamente las 10 de la mañana. Les separaba una hora y media de camino hasta la villa de La Real. Al principio, tenían que ir por el camino de Sangüesa, para más tarde, en las proximidades de la villa de Ull, separarse del camino y dirigirse hacia el río Onsella a cuyas orillas estaba La Real. Martín iba en silencio repasando los puntos del acuerdo. Estaba todo negociado pero nunca se sabía  que podría pasar hasta que la firma estubiera estampada en el documento. Él era el representante de su pueblo y no podía fallar a sus vecinos. Recordaba una y otra vez las palabras que le había dicho su tío Miguel en el concejo.

Cuando llegaron al barranco del Petrecal corría un poco de agua. La tarde anterior habían caído unas fuertes tormentas y aún se escurría algo de agua por el barranco. Los caballos se pararon a beber en un pequeño pozo que se había formado junto a la pasada. Martín y Sancho los dejaron que se refrescaran. Por las cercanías había un rebaño de ovejas que pastaban en la zona denominada de las Nogueras. Las reses aprobechaban estas primeras horas de la mañana para hacer acopio de hierba que posteriormente en las horas centrales del día rumiarían cuando estuvieran acalorando. Las ovejas lucían una inusitada piel blanca y sus cabezas parecían desproporcionadas respecto al resto del cuerpo. Esto era debido a que habían sido esquiladas el día anterior para así soportar mejor los calores del incipiente verano. El pastor y el joven repatán saludaron desde lejos a Martín y a Sancho. Intercambiaron unas palabras en la distancia y siguieron su camino.

El camino se adentró en la zona denominada el Lecinar. Dos paredes de piedra, de poco más de un metro de altura, trazaban el recorrido del camino. Unos corzos salieron saltando entre las matas de coscojo a unos pocos metros de distancia. Los caballos pusieron las orejas en punta y se sobresaltaron al oir el ruido que hacían los animales al salir de la maleza.  Tras un brusco cabezeo y un fuerte resoplido se volvieron a tranquilizar tras ver a los corzos alejarse por la vegetación que crecía a ambos lados de la estrecha senda. Un poco más adelante se encontraron con dos vecinos de Undués que regresaban de Sangüesa adonde habían ido a intercambiar algunas mercancías. Uno de ellos iba montado en un burro mientras que el otro caminaba junto a él. El animal llevaba aparejadas unas alforjas de cáñamo en las que se veían sobresalir la parte alta de dos cántaros de barro. Al llegar a la altura de Martín y Sancho se pararon a la sombra de un viejo roble que crecía a la orilla del camino y cruzaron unas palabras.

-Buenos dias, parece que se madruga -Dijo Sancho a los que venían de Sangüesa.

-Sí, nos hemos levantado con el alba y ahora ya nos vamos para Undués, que el día viene fuerte -replico Lope, que así se llamaba unos de los caminantes.

-¿Vais a la Real? -preguntó el que iba a pie.

-Sí, hoy es el gran día. Hoy firmamos la dichosa concordia. A ver si ya nos olvidamos del tema y nos dejan vivir en paz -respondió Martín

-No lo verán mis ojos -dijo Lope con sarcasmo- En Sangüesa se hablaba mucho de este tema en el mercado. No ven con buenos ojos la presencia de La Real en las proximidades de la villa. Ellos creen que los pastos hasta Sos son de ellos. Que esto era lo que el Rey Jaime I había dejado escrito en la carta de fundación de Sangüesa la nueva. Piensan que el actual Rey de Aragón se los ha usurpado fundando La Real -concluyó Lope.

En efecto el llano entre Sos y Sangüesa era donde se situaba la frontera entre los Reinos de Aragón y Navarra. El rey Jaime I, el conquistador, monarca de Aragón y de Navarra, otorgó carta de fundación de la actual ubicación de Sangüesa en el año 1122 sin dejar claro los términos de la misma. La nueva villa se situaba muy cerca de la frontera con Aragón y cuando los reinos se separaron fue una importante plaza defensiva frente al reino de Aragón.

-En Sangüesa se nos ve con buenos ojos -dijo Lope- Se valora que nos resistamos a abandonar el pueblo y que no le sigamos el juego al Rey.

-Como no nos van a ver bien después de la que se lió en Vadoluengo hace 3 años -dijo Martín refiriéndose a la batalla de Vadoluengo la cual se había librado en 1312 en las cercanías de Sangüesa y donde los navarros le quitaron el pendón real a los aragoneses.

-En fin, queremos salir de todas esas disputas que no nos llevan a ninguna parte y que no nos benefician en nada. Al final vivimos en un lugar apartado y lo único que queremos es seguir sacando a esta dura tierra un poco de trigo para poder vivir. Esperemos que este acuerdo nos saque de esas disputas -dijo Sancho -¿Nos vemos esta tarde en el concejo cuando subamos de La Real?

-De acuerdo -contestó Lope- llevaré este cántaro de vino que he comprado en Sangüesa para celebrar la firma.

Todos se rieron y arrearon a sus caballerías para continuar su camino. Martín y Sancho trotaron en sus cabalgaduras durante unos minutos hasta que llegaron a la partida de Lerda. En esta zona había un gran número de viñas. Era la época de floración de las vides y varios vecinos se encontraban realizando las labores típicas de la época. Conforme pasaban todos levantaban la mano saludando a los dos jinetes. Sabían a donde se dirigían y que lo que acordaran hoy en La Real iba a marcar sus vidas en el futuro. En esta zona baja del valle también había extensos campos de cereal. No había gente trabajando en ellos. Las cebadas y los trigos estaban altos. Las primeras lucían una bonita cabellera que ya se estaba tornando amarilla. Por su parte, los trigos, aun verdes, mostraban las cabezas plagadas de los granos tan codiciados. Cebadas y trigos se mecían al ritmo de la suave brisa que soplaba formando pequeñas olas que recorrían los campos. Martín y Sancho iban trotando con sus caballos y contemplando este paisaje mientras seguían por el camino, pronto divisaron en el horizonte el pequeño montículo donde se ubicaba la villa fortificada de Ull.

Ull era una pequeña villa con las casas dispuestas alrededor de un castillo que se encontraba en lo alto de un montículo a muy poca distancia de Sangüesa. La villa había sido arrasada hacía treinta y dos años. Todavía se podían ver sus casas derruidas y quemadas. Su castillo, defendido por el caballero Jimeno de Artieda, cayó ante la invasión de un nutrido ejército formado por tropas Franco-Navarras que se adentraron en el reino de Aragón por esta parte de la frontera. Esta invasión fue una de las que se dieron hacia finales del siglo XIII e hizo que los reyes Aragoneses decidieran fundar la villa fortificada de La Real y dar así seguridad a esta parte de la frontera con el reino de Navarra. Esa invasión también había traído cambios importantes a la vida de los habitantes de Undués y era el motivo por el cual esa mañana de Junio Martín y Sancho iban hacia la Real.  El Rey de Aragón Jaime II decidió fundar la Real y para dotarla de población hizo que los habitantes de las villas cercanas, entre ellas Undués Cabo Lerda, trasladaran sus residencias a la nueva villa. Algunos habitantes de Undués aceptaron los privilegios que les concedió el Rey y se marcharon a La Real. Sin embargo, quedaban unos pocos que se negaban a abandonar sus haciendas y residencias. Esos vecinos fueron los que negociaron durante los últimos años con los justicias y jurados de La Real y con los representantes del Rey para llegar a la concordia que se iba a firmar hoy, 6 de Junio de 1315.

Cuando sucedió esta invasión, Martín apenas tenía 8 años. No se acordaba de mucho pero sí se le quedó grabado en su mente la salida precipitada, por la noche, que tuvo que hacer su familia para dirigirse a la cercana villa de Ruesta. El Rey Aragonés ordenó no poner resistencia a campo abierto a la invasión franco-navarra de 1283. Así, que aquellos lugares que carecían de defensas tuvieron que desplazar su población a las fortalezas más cercanas. Por ello los vecinos de Undués se habían tenido que trasladar a Ruesta, villa cercana a unas tres leguas de distancia y que cuenta con un majestuoso castillo.

Dejaron Ull a la derecha del camino y se dirigieron al trote hacia el valle del río Onsella. La villa de la Real se apreciaba cada vez más cerca. Se podían divisar claramente los muros de sus defensas que habían sido construidos con la ayuda de algunos de los vecinos de Undués. Entraron en la villa por la puerta que daba al Este, la que llamaban puerta de Undués, y se dirigieron directamente hacia el edificio donde se reunía el concejo. Era Jueves, el día anterior se había celebrado mercado, por ello el lugar hoy estaba bastante tranquilo. Por las calles se encontraron con algunos de los vecinos que antes residían en Undués, a los cuales saludaron cortésmente. Alguno de ellos les pararon para preguntarles como estaban los parientes que habían quedado en Undués. Sabían a que venían Martín y Sancho a La Real, en el fondo de su ser no querían moverse de su pueblo, pero los beneficios que les otorgó el Rey eran lo suficientemente atractivos como para mejorar un poco las condiciones de su dura vida. 

Al llegar a la plaza donde se encontraba el edificio del concejo, Martín vio a su primo Pedro quien se había trasladado a La Real cuando el Rey hizo la llamada.

-Pedro! -gritó Martín alzando la mano y su cuerpo sobre la grupa del caballo para que le viera

Pedro le reconoció inmediatamente, se le dibujó una sonrisa en la cara y fue a darle un abrazo a su primo.

-Cuanto tiempo sin verte, primo! -dijo Pedro- ¿Que tal la tía y el tío?, ¿Qué tal están todos en Undués? -le interrogó

-Todos bien -replico Martín con serenidad- ¿Sabes a que venimos?

-Como no lo voy a saber!, no hay otra cosa de la que se hable aquí en la villa -dijo Pedro.

-Ves como todo llega!, ves como los de Undués somos muy cabezotas y lo conseguimos todo! -y se hecho a reír Martín.

-Lo se -dijo Pedro- yo soy uno de vosotros aunque en algún momento perdiera la fe. Pero eran muchas las ventajas que me dio el Rey y en Undués no tenía muchas opciones de progresar, ya sabes que soy el menor de una familia de 5 hermanos. Mi padre ya me dijo que o me metía cura o me hacía soldado y la verdad es que a mi ni me van las guerras ni los sermones.

Pedro saludó también a Sancho que se había quedado con las riendas de las caballerías y las estaba atando a dos arandelas de hierro que había en la pared del edificio del concejo, junto a la puerta.

-Espero que salgais de aquí con un buen acuerdo y que os permitan vivir en Undués. Quien sabe lo que deparará el futuro!. Quizás a esta nueva villa no le vaya tan bien como se espera. Aún no he perdido la esperanza de algún día volver a vivir allí -dijo Pedro dejando a los dos Unduesinos en la puerta del edificio del concejo de La Real.

Martín y Sancho vieron adentrarse a Pedro por una de las bocacalles que salían de la Plaza. Se volvieron, cruzaron el dintel de la amplia puerta y entraron en el zaguán del edificio del concejo. La estancia tenía el suelo cubierto con grandes losas de piedra oscura. Al entrar los ojos se iban hacia arriba para admirar el bonito artesonado formado por maderos de roble finamente tallados. Cuatro robustos pilares de piedra completaban la estancia, elevándose rectos hasta el techo para soportarlo. Una escalera doble y señorial, de piedra tallada, situada frente a la puerta de entrada, daba acceso a la planta superior del edificio donde los esperaban para la firma de la concordia.

-allá vamos! -suspiró Sancho. Inhaló una larga bocanada de aire y se dispusieron a ascender por la escalera.

Martín y Sancho tocaron con los nudillos la puerta de la sala del concejo de La Real. Tras escuchar una voz, que desde dentro les daba permiso para entrar, abrieron la pesada puerta de madera tallada y se encontraron con Juan Jimenez justicia de La Real, quien los saludó cariñosamente extendiéndoles su mano.  Allí estaban también los jurados Juan de Biota, García Ximenez de Sada, Eñego de Filera, Lope García, Gil Pérez Diesso, García Morasch, Sancho Perez Mendoza y Sancho Perez  de Galdra. Todos ellos saludaron con un apretón de manos a Martín y a Sancho. Todos ellos eran viejos conocidos ya que habían pasado largo tiempo negociando las cláusulas del acuerdo de concordia. Un acto tan especial como el que se iba a realizar exigía la presencia de personas de cierta importancia que asumieran el papel de testigos. Para este fin se encontraban Aznar Ximenez de Puyo y Rui Pérez de Magallón, ambos vecinos de Uncastillo. El vecino de Navardún Eñego Perez de Cizur y Sancho Centenero vecino de Sadornel. Como maestro de ceremonias se encontraba García Ximenez escribano público y jurado de La Real.

Estubieron charlando durante unos minutos sobre como iba este año la cosecha que se empezaría a recoger en apenas dos o tres semanas. Había noticias de que las recientes tormentas habían producido algunos daños en el valle del río Aragón. Sin embargo, en esta parte del valle del Onsella las tormentas habían sido menos violentas.

-Ya se sabe como son las tormentas – dijo alguien – sólo llueve por donde pasa la nube.

Una carcajada general retumbó entre las paredes de la amplia sala del concejo. Una sala muy distinta a la de Undués. Había, en una de las paredes, una bancada corrida, en alto, donde se sentaban los justicias y jurados de la villa. En su parte central una silla destacada sobre las demás. Este era el sitio donde se sentaba el Justicia mayor, Juan Jimenez. En el resto de la sala se podía apreciar una pequeña mesa a mano derecha donde se sentaba el escribano y bancos para albergar a los habitantes del lugar si querían asistir al concejo. Las paredes estaban adornadas con tapices en los que se representaban algunas escenas de guerra y motivos florales. Además, un gran tapiz con el escudo de armas de la villa presidía la sala y estaba colgado en la pared detrás del banco principal del Justicia. Este escudo estaba formado por un sólo cuartel y en su interior se podía ver un arbusto y dos estrellas en jefe.

El justicia Juan Jimenez pidió al escribano que se sentara en su mesa para que comenzase a redactar el documento que tenían que firmar. El escribano García tomó un pergamino, mojo la pluma en tinta y comenzó la redacción de la concordia: «Sepan todos cuantos esta presente carta veran e oiran….», así comenzó a redactar el documento.

Lo primero que había que plasmar en dicho documento eran los nombres de los representantes de Undués y de La Real. Para ello, se listaron en el documento los nombres de los justicias y jurados de La Real, allí presentes. A continuación se revisó el documento que traían Martín y Sancho como representantes de Undués. Tras ver que estaba en regla se registraron sus nombres en la concordia. Después de este acto protocolario el justicia de La Real comenzó a decir que de ahora en adelante en el pueblo de Undués no se puede edificar casa alguna, más allá de las que hoy hay. Además sólo se permitirá residir a los infanzones que ahora habítan y a sus sucesores.

– Habeís traído la lista? – preguntó el Justica de La Real.

Martín sacó el pergamino enrollado y lo mostró al escribano. El escribano tomo la lista y redactó esta parte del documento incluyendo los cincuenta y dos nombres de los infanzones que allí se plasmaban. Además el justicia de La Real dijo que a estos habitantes de Undués se les permitiría que sus ganados recorrieran todo el término de Undués y de Lerda, por donde siempre habían estado. Se les escusaba también de realizar algunas tareas comunales que hacían los vecinos de La Real. Como compensación los de Undués deberían pagar cada San Miguel de Septiembre veinte cahizes de trigo.

Hasta aquí el documento contenía lo que los justicias y jurados de La Real estaban dispuestos a permitir a los infanzones de Undués. Martín y Sancho aceptaron esos términos. Esto suponía plasmar el punto principal que era poder seguir viviendo en Undués. Ahora llegaba el turno a los representantes de Undués para que expusieran a los de la Real  a que se comprometían. Martín tomo la palabra. En primer lugar, se comprometieron a que el concejo de Undués desapareciera y fuera el concejo de La Real quien rigiera la vida del lugar. Undués nombraría un Justica y un Jurado que tendrían que participar en las reuniones del concejo de La Real, pero ya no habría más concejos en el pueblo. Además, los infanzones de Undués se comprometían a mudar sus viviendas a La Real en tiempos de guerra para así defender la villa.

Un punto importante para los Unduesinos era el patronato de su iglesia. Desde siempre el pueblo había propuesto a los curas perpetuos de su iglesia parroquial. El pueblo no quería perder este privilegio y así lo expusieron ante los justicias y jurados de La Real. De buena gana lo aceptaron los representantes de La Real ya que suponía que las iglesias de Undués y La Real no se unían y quedaban exentos del pago de los 40 cahíces de trigo anuales que por esta unión debían pagar al monasterio de Leyre.

El acuerdo estaba hecho, Martín y Sancho se miraron, ambos asintieron con la cabeza. Se notaba en sus miradas la satisfacción de lo conseguido. Sólo faltaba añadir la multa impuesta a cualquiera de las partes que incunplieran algún término del acuerdo. La cantidad se cifró en setecientos maravedies de oro. Además ambas partes nombraron fiadores del acuerdo. Por parte de Undués se nombró a Miguel Perez de Serramiana y a don lópez de Gordués, dos viejos amigos del pueblo. La otra parte nombró como fiadores a Gil Sánchez de Arbe y Eñego Gil de Añués. Con esto el escribano cerró el documento y lo dio a firmar a las partes y a los testigos que se encontraban allí. El escribano lo firmó el último e hizo otra copia del mismo. La cual dio a Martín y Sancho y, tras despedirse de los presentes, se marcharon con el ejemplar hacia Undués.

El regreso se les hizo muy corto. Aunque el sol ya había pasado el meridiano y calentaba de lo lindo, no quisieron quedarse a comer en La Real. Apremiaron a sus caballos a llevar un buen trote durante buena parte del camino, charlaron y comentaron lo sucedido durante la mañana. Alcanzaron las primeras casas de Undués sobre las tres de la tarde. El pueblo estaba sumido en el silencio ya que los habitantes del lugar se encontraban en el interior de las viviendas resguardados del calor de la tarde. Se despidieron a la entrada del pueblo y cada uno fue a su casa quedando en verse en el edificio del concejo hacia las ocho de la tarde para enseñarles a sus vecinos el tan deseado acuerdo. Sancho quedó en que avisaría al sacristán para que tocara las campanas que anunciaran la reunión del concejo.

Martín llegó a su casa, empujó la puerta y metió el caballo en el patio. Allí lo recibió uno de sus criados quien tomó las riendas del animal y lo introdujo en la cuadra. María, al oír los cascos del animal se sobresaltó, se despertó repentinamente del sopor en que se había sumido, sentada en la cadiera junto al hogar; bajó por la escalera de la casa para recibir a Martín. Se cruzaron unas miradas de satisfacción y felicidad y se fundieron en un largo abrazo.

-Ya está, todo está hecho, ya podemos vivir en nuestra casa sin más sobresaltos -le susurró Martín al oido de su mujer mientras la estrechaba entre sus brazos.